Cuando a los adultos nos asusta algo, generalmente lo que intentamos inicialmente es no hacerlo evidente, enfocamos gran parte de nuestra energía en aparentar que no caemos víctimas de la sorpresa, aparentamos seguridad y en muchas ocasiones una tan exacerbada, que hasta hacemos más evidente la realidad de nuestro estado de ánimo; cuando un adulto se enfrenta a la conmoción, sobrevive a ella a fuerza de echarla atrás, de empujarla al fondo donde pueda verse oculta por otras emociones: la rabia, la hilaridad, la seriedad... la valentía absurda.
Pero no ocurre lo mismo con los más jóvenes, los niños no usan fachadas o máscaras, los niños viven la emoción como es.
Así que cuando un pequeño está contento o triste, es claro ver el sentimiento en sus ojos, son por completo presas de él, si se trata de alegría son los que saltan y gritan dando carreras locas por todo lugar, si se trata de enojó harán rabieta hasta reventar; pero si se trata de conmocionarse, de sentir miedo, la cosa es de proporciones impresionantes, un niño dejará que el miedo lo coma, se dejará sumergir en la sensación de horror con facilidad pasmosa y seguramente tardará tanto en recuperarse, que en casos determinados, la recuperación será quizá mínima... o nula.
El miedo de los niños es bestial, se los devora sin escupir los huesos, los consume sin que opongan resistencia:
"A diferencia de los adultos, los niños no combaten la conmoción. Quizá porque hasta iniciarse la adolescencia viven en un estado de conmoción casi permanente, ceden a ella"*
Si pensamos en esto, en que los niños viven ya conmocionados, comprendemos que navegan por ella diferente al adulto, el adulto ya pasó por la conmoción continua y cuando la vive cara a cara de nueva cuenta, es nueva, arrasadora; el infante no, el infante la tiene encima todo el tiempo y eso hace que se deje llevar por ella con mayor facilidad... con demasiada facilidad.
*King Stephen, La Niebla, E-Book, pág. 61.
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