lunes, 14 de junio de 2010

Del error al no me acuerdo

Hace un par de días me dio por volverle los ojos a algunos de mis viejos escritos, la mayoría marcados por eso que se suele llamar “inmadurez”; me topé con terribles matanzas, asesinatos, adulterios, fantasmas y vampiros que de haber podido poner en una mezcladora me habrían dado un delicioso, empalagoso, pasional y meyeriano cóctel digno de remembranza; pero lo que más encontré paso a paso fueron errores, de esos garrafales que nada más con tenerlos delante, me dio por sonrojarme, toser sin sentido y levantarme a buscar a mi mamá para contarle algo que me pasó en la escuela, entiéndase lo anterior como: los mandé al olvido.
Eso se hace muchas veces, luego de crecer y madurar, el autor vuelve a sus letras y las halla vanas, absurdas y sin sentido y no piensa sino en eliminarlas para no tener la pena de verlas otra vez, saltando como chiquillas chocosas que quieren atención; pero, ¿y el afecto?, es decir, esos textos son hijos míos también, de mis dedos salieron y lo quiera o no, me vuelven a estremecer, tanto de horror como de orgullo. Uno no puede avergonzarse de los cimientos de su casa, por muy toscos, pedregosos o chuecos que hayan quedado.