lunes, 14 de junio de 2010

Del error al no me acuerdo

Hace un par de días me dio por volverle los ojos a algunos de mis viejos escritos, la mayoría marcados por eso que se suele llamar “inmadurez”; me topé con terribles matanzas, asesinatos, adulterios, fantasmas y vampiros que de haber podido poner en una mezcladora me habrían dado un delicioso, empalagoso, pasional y meyeriano cóctel digno de remembranza; pero lo que más encontré paso a paso fueron errores, de esos garrafales que nada más con tenerlos delante, me dio por sonrojarme, toser sin sentido y levantarme a buscar a mi mamá para contarle algo que me pasó en la escuela, entiéndase lo anterior como: los mandé al olvido.
Eso se hace muchas veces, luego de crecer y madurar, el autor vuelve a sus letras y las halla vanas, absurdas y sin sentido y no piensa sino en eliminarlas para no tener la pena de verlas otra vez, saltando como chiquillas chocosas que quieren atención; pero, ¿y el afecto?, es decir, esos textos son hijos míos también, de mis dedos salieron y lo quiera o no, me vuelven a estremecer, tanto de horror como de orgullo. Uno no puede avergonzarse de los cimientos de su casa, por muy toscos, pedregosos o chuecos que hayan quedado.



Comprendido esto, este absurdo cariño por lo vergonzoso e imperfecto, me dio por recordar que alguna vez topé con esos muros que se hacen llamar “Autores con experiencia”; sí, esos escritores jóvenes como yo que por ver su nombre en un periódico, un blog o una página de Internet se creen ya todo poderosos para venir a pararle a una la marcha diciéndole: No vales. Sé que tienen en el fondo de sus cajones, en lo más recóndito de sus bibliotecas, carpetas o estantes, esos hijos pródigos que se avergüenzan de mirar, pero que a pesar de estar en el olvido existen, son sus cimientos, la base de su talento, ese que tanto luchan por proteger como a doncella en castillo medieval (claro, haciendo papel de dragones de largos cuernos y arrebatada violencia).

Yo no creo que el talento tenga que pelearse, por el contrario, ese ya se trae encima, nadie puede decirme si no lo tengo o si es más o menor que el suyo, pero sí puede decirme cómo hacerlo crecer y cómo mejorarlo. Creo en la crítica constructiva como forma de ayudar al autor novicio a salir adelante y creo en la crítica destructiva como medio para formarle el orgullo y engrosarle la coraza; creo en el trabajo duro y la corrección como formas para impulsar una promesa y creo en la paciencia y la perseverancia como manifestaciones de la fuerza interna.

Nadie es mejor que nadie, todos somos iguales; las letras son un arte, una savia deliciosa que todos podemos probar. No me gusta quitarle la copa de los labios a los que están cerca de mí, pero tampoco me gusta que quieran beberse todo de un sorbo. No voy a permitir que quieran beberse lo de los demás, mucho menos que vengan a decirme que no sé sujetar mi copa. A la mesa, una buena actitud. Las cosas con moderación. Las cosas… con disfrute.

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